Volver… 12 años no es nada (o sí)
No descubro nada nuevo si digo que los edificios envejecen. Tampoco que, como las personas, pueden envejecer bien o mal. Jose Maria Echarte ya escribió aquí sobre saber envejecer (y saber apreciar la vejez), hoy quiero hablar de lo contrario.
Hace unos días, quise mostrarles un edificio a unos amigos. Aprovechando el reencuentro y que estábamos cerca, quería visitar con ellos un edificio que no habían tenido oportunidad de visitar aún y que estaba convencido de que apreciarían. Se trata de un edificio de equipamientos, construido sobre 2007 por una veterana firma muy conocida que fue muy publicado en su momento, especialmente tras recibir un premio Mies. Es también un edificio que había disfrutado mucho en su día y por el que sentía admiración, pero al que no había vuelto desde hace muchos años.
Sin embargo, la ilusión inicial fue dejando paso, cada vez más, a la decepción al ver lo mal que había envejecido. Y con ello no me refiero a que se encontrase en mal estado. Salvando alguna excepción, como una barandilla que bailaba, que podríamos calificar como “achaques de la edad”, su apariencia era, en esencia, como la del primer día: ahí estaba, majestuoso como siempre, domesticando y mejorando el entorno adyacente, invitándonos a entrar. Y sin embargo lo veía tan distinto a la última vez… Donde antes imaginaba el dibujo de la impresionante sección como el corazón del edificio, lleno de vitalidad, hoy veía un espacio incomprensible, vacío e ignorado por los numerosos usuarios del equipamiento, que preferían otros espacios adyacentes (seguramente menos espectaculares pero más humanos). Donde antes veía en los muebles de diseño hechos in situ un cuidado exquisito por los detalles, hoy veía taquillas que no cierran o frías esculturas sobre las que tienen que trabajar los empleados a diario. Donde antes veía espacios sugerentes, ahora veía volúmenes de aire a climatizar y espacios perdidos. Donde antes veía una preciosa fachada de vidrio ahora veía paños fijos de vidrio simple sin marco, puentes térmicos imposibles de limpiar, que evidencian una desidia total por la sostenibilidad y el mantenimiento.
Seguramente alguien podría argumentar que el edificio no había cambiado, sino he sido yo el que lo ha hecho. No eres tú, soy yo. Es cierto. Pero a medias. He cambiado yo, sí, pero en estos 12 últimos años también ha cambiado casi todo: ciencia, tecnología, política, economía, sociedad… ¡incluso el clima!, mientras que el edificio apenas se ha alterado (a fin de cuentas, está en la niñez de su vida útil). Pero es precisamente ese el problema: todo el edificio nos habla de unos valores que ya no son los nuestros. Cada decisión proyectual refleja una escala de prioridades de una época dorada de la arquitectura con la que cuesta estar de acuerdo hoy, puesto que supedita funcionalidad, economía y sostenibilidad a la apariencia y a la capacidad creadora (mal entendida) de sus autores. El resultado es un edificio difícil de mantener y de utilizar, que carga todos los inconvenientes a los usuarios y a sus propietarios, mientras llena de premios y loanzas a sus autores.
Leí una vez que los clásicos son creaciones (literarias, musicales, artísticas, arquitectónicas…) que a pesar de su edad siguen manteniendo su vigencia. Sin embargo, hoy sería imposible concebir un edificio así. Ese es el problema. Esa es la suerte.