Miguel Usandizaga: hace lo que le da la gana

¿Nombre? Miguel

¿Apellido? Usandizaga

¿Sexo? Espléndido, magnífico, incomparable…

No, ahora en serio: soy yo, ¿quién voy a ser? Y por cierto: yo no soy de “los otros”. Los otros, los zombis, son ellos.

¿A qué te dedicas? ¿Cómo es tu trabajo?

Soy profesor titular de universidad, es decir, funcionario de carrera de la administración central del estado. “Trabajo” en el departamento de “composición arquitectónica” de la Universidad Politécnica de Cataluña, en la escuela de arquitectura del Vallés. Pero este año estoy también dando clases en la escuela de Barcelona, en la asignatura de proyectos del primer curso. Llevo treinta años −¡parece mentira!− dando clases de historia del arte y de la arquitectura, y quiero cambiar de asignatura porque estoy convencido de que puedo hacerlo bien. Y además me apetecía dar clases en primer curso, cuando los estudiantes llegan frescos y todavía no los han estropeado los colegas gandules…

El párrafo anterior creo que deja claro por qué me resisto a llamarle “trabajo” a lo que hago: porque hago lo que quiero. Como todos los profesores de universidad en España. Y eso es a la vez estupendo −para los profesores− y fatal −para la universidad. Para ir a Barcelona a dar clases, tuve que pedir permiso, y le expliqué al vicerrector de personal académico que sería como un año sabático… soltó la carcajada: “¡me habían dicho cosas raras, pero un profesor que quiere dar más clases, eso nunca!”. Cada vez que me ve, se ríe.

Porque lo que sí hay, en cambio, son profesores que simplemente no dan clases. Porque se han enfadado, porque les parece que tienen pocos estudiantes, y que merecen auditorios mayores para exhibirse… o, sencillamente, porque no les da la gana. Eso sí: no se pierden ni un tribunal. Les gusta mucho más juzgar que enseñar.

Evidentemente, una universidad que tolera situaciones como ésas tiene un mal porvenir. Y, en el fondo, muchos de los profesores que hablan de defender nuestra universidad “contra Bolonia” lo que en realidad quieren preservar es su sinecura, que pagamos entre todos los contribuyentes.

Y, sin llegar a los extremos de los impresentables que acabo de mencionar, la mayoría de profesores consideran las clases como un castigo, y a los estudiantes como un incordio que les perturba el plácido transcurrir de sus días, en los que se dedican a “la investigación”.

(En cambio, resulta curiosísimo ver cómo esos mismos profesores que no quieren dar clases, cada vez que se discute un nuevo plan de estudios, se empeñan en que les asignen el mayor número posible de horas de clase… habría que hacer un estudio de ese comportamiento inexplicable. A lo mejor así conseguiríamos alguna vez hacer un plan de estudios, y no otro reparto del pastel hasta el último crédito entre las asignaturas.)

“La investigación”: una actividad que, al menos en arquitectura, nadie sabe exactamente en qué consiste, pero que se supone que hay que hacer, y que pasa en despachos cerrados. Como el del profesor de composición que describía George Grosz en Un sí menor y un no mayor. Y que produce papers: como Jack Nicholson en El resplandor.

Y además, hay que examinarse de “la investigación” ante unos jueces desalmados de la pomposísimamente llamada “Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación”. Pero de eso hablaremos otro día, no fuéramos a ponernos de mal humor.

Dejemos eso de “la investigación”, y dediquémonos a lo importante en una escuela de arquitectura: formar a los arquitectos del futuro, y formarlos tan bien como seamos capaces. Sin escatimar esfuerzos ni dedicación. Y, sobre todo, sin repetir esa excusa tan frecuente para esconder nuestros fracasos como profesores: “¡Cada día vienen peor preparados!” Dice Tzvetan Todorov que ésa es otra queja eterna, “que se explica menos por la degradación permanente de la sociedad humana que por nuestra preferencia, comprensible después de todo, por los años en que éramos jóvenes”.

¿Cómo llegaste a hacer este trabajo?

Por circunstancias bastante casuales. Yo, mientras estudiaba (más bien, “no estudiaba”, porque me dedicaba a otras cosas que me interesaban más, y trabajé todas las tardes desde el segundo año, primero con Xavier Busquets Sindreu, y después con Lluïs Cantallops, José Antonio Martínez Lapeña y Elías Torres, con lo que no me quedaba mucho tiempo para estudiar) mientras, digo, estudiaba o no arquitectura, no me había interesado por las clases de historia.

De hecho no recuerdo más que el asombro que me producía la extensión del temario, una diapositiva de la Ofelia de Millais, y la reacción del profesor somnoliento a primera hora de la mañana cuando estábamos parando la clase para hacer una asamblea y un estudiante aplicado se levantó en la primera fila y dijo que teníamos que hacer la clase con normalidad porque el profesor había venido para eso. “¡Notable!” gritó el interfecto, señalando con el dedo al estudiante aplicado con una mezcla de asombro y sorna.

Acabé los estudios el setenta y ocho, y Pep Quetglas −al que conocía de aquellas otras actividades a que me he referido antes− me propuso trabajar en una exposición sobre la Exposición de Barcelona de 1929, y traducir textos de Loos, y finalmente entrar como profesor y no sé por qué a Josep Maria Sostres, que era el catedrático, le pareció bien, y yo empecé dando clases al grupo de la tarde, porque así podía ir a las clases de Quetglas por las mañanas, que eran estupendas, e intentar −lo que obviamente era del todo imposible− repetirlas por la tarde. Todavía no entiendo cómo no me echaron aquellos primeros estudiantes míos. Y todavía me avergüenzo al recordarlo.

Después de eso tuve que examinarme un par de veces (tampoco quiero acordarme ahora de eso…) y hasta hoy. Y estoy contento con lo que hago, y me dedico con ganas. Tiene toda la razón Miguel de Unamuno en unas frases de su Del sentimiento trágico de la vida que yo guardaba, cuando era jefe de estudios, siempre a mano para consolar a los estudiantes que se quejaban de su fracaso escolar:

“Todos, es decir, cada uno puede y debe proponerse dar de sí todo cuanto puede dar, más aún de lo que puede dar, excederse, superarse a sí mismo, hacerse insustituible, darse a los demás para recogerse en ellos. Y cada cual en su oficio, en su vocación civil. La palabra oficio, officium, significa obligación, deber, pero en concreto, y esto debe significar siempre en la práctica. Sin que se deba tratar acaso tanto de buscar aquella vocación que más crea uno que le corresponde y cuadra, cuanto de hacer vocación del menester en que la suerte o la Providencia, no nuestra voluntad, nos han puesto.”

¿Por qué estudiaste arquitectura?

Desde muy pequeño supe que no quería dedicarme a lo mismo que mi padre y mis hermanos. No es que yo fuera muy espabilado, no: es que ellos se dedicaban a la ginecología y a la obstetricia…

Cuando me llegó el momento de elegir qué estudiar, como todo el mundo, me imagino, dudaba entre actividades de las que lo ignoraba absolutamente todo menos el nombre: arquitecto o diplomático, eso quería ser. Supongo que puedo resumir diciendo que estudié arquitectura por suerte.

También ayudó el que mi padre conociera a José Antonio Coderch, y que le preguntase su opinión sobre mis intenciones de estudiar arquitectura, y que Coderch le respondiera con una frase enigmática que mi padre me repitió palabra por palabra y que yo, como supongo que le pasó a él, no entendí: “tiene que saber ver el espacio”.

Afortunadamente, la frase se acompañaba del nombre y número de teléfono de un profesor de geometría descriptiva que se ganaba un sobresueldo dando clases “particulares”, y que poco tiempo después dictaminó que yo “era capaz de ver el espacio”. En casa no se volvió a hablar del asunto. Seguíamos sin entender nada.

¿Te han servido de algo tus estudios de arquitectura? ¿Para qué?

Muchísimo: no podría hacer lo que hago si no fuera arquitecto. Es que los estudios de arquitectura están muy bien: aprendes muy poco −casi nada− de muchas cosas, y aprendes sobre todo a espabilarte por tu cuenta, y a saberte plantear las grandes preguntas. A ver, ¿qué está pasando aquí? ¿Cuál es, de verdad, el problema? ¿Que hay que ver el espacio? Pues se ve, o se hace como que se ve, y adelante y sin preguntar.

Para entendernos: si no hubiera sido formado como arquitecto, no hubiera podido de ninguna manera empezar a dar clases de historia del arte sin haber leído ni un libro sobre historia del arte. Esa habilidad solamente te la pueden dar los estudios de arquitectura, que solamente tienen un defecto realmente grave: que preparan bien para una multitud de posibles salidas profesionales, y en cambio los estudiantes parecen no entender y estar dispuestos a aceptar más que una: “arquitecto” en el sentido más estereotipado del término.

La manía de los estudiantes −y de los arquitectos− de intentar ser “arquitectos”: todos iguales y haciendo todos lo mismo. Parece mentira, pero no se enteran. No hay manera. ¿Que Nouvel va de negro? Todos de negro. ¿Que se llevan las ventanas al tresbolillo? Todos a ponerlas al tresbolillo. ¿Que se llevan los voladizos gigantes con vidrios de colores chillones? Vengan esos voladizos.

¿Consideras que lo que haces es arquitectura? ¿Te sientes arquitecto?

No lo sé. Me siento bien, gracias.

¿Echas de menos proyectar edificios?

Proyectar es una actividad apasionante. Pero no tienen que ser necesariamente edificios. Pueden ser muebles, caminos, escenografías, páginas web, procesos… Ahora mismo estoy metido en el diseño de un vehículo eléctrico. Además, el papeleo y las cuestiones de la responsabilidad en los proyectos de arquitectura, y el trato con los jefes de obra (ésos que, a fuerza de hacerse el tonto se han acabado convirtiendo en tontos −el temible “Síndrome de la Tontería Adquirida”−, y que lo único que quieren es ahorrar unos céntimos a costa de lo que sea), me ponen de muy mal humor.

Y además, no tengo el carácter que hay que tener para ser arquitecto. Si llego a una obra y veo −por ejemplo− que el cobre con que han revestido la chimenea tiene acabado martelé, y que al lado han colgado un extintor rojo y el letrero −también rojo− que indica la situación del extintor, soy incapaz de decir que lo arranquen todo y que vuelvan a empezar. Me vencen la risa, la pereza y la sospecha de que eso haya pasado por mi culpa, por haber aceptado el encargo. Y así no se puede ser arquitecto.

Para ser arquitecto hace falta una dosis de decisión, autoritarismo y egolatría mucho mayor. Y lanzarse a hacer las cosas sin pensar en las consecuencias de nuestros actos, como auténticos y felices irresponsables. Como elefantes en cacharrería. ¿Que se ha caído mientras lo construía? Da igual, lo acabaré de otra manera que será todavía mucho mejor. De hecho, es mejor que se haya caído. No ha pasado nada grave, no ha habido heridos, y todos hemos aprendido de ello.

Lo admirable no era sólo Miralles; lo admirable eran también sus clientes. Qué fe, qué confianza ciega, qué envidia… Cuando se cayó el pabellón de Huesca, dos buenos arquitectos comentaban el suceso, y uno le decía al otro: “me pasa a mí algo así, y me quedo un mes con diarrea…” Y le respondía el otro: “sí, pero en la cárcel”. Pues a mí, peor. No quiero ni pensar lo que me habría pasado a mí.

No, no me entristece no proyectar edificios. Me gusta mi “trabajo”.

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